No importa tanto tu clase social, tu género, tu raza, tu religión y todas esos asuntos por las que unos se atrinchera en su bunker ideológico para no ser contaminado por los que son diferentes. En la vida corriente, no te puedes esconder de ti mismo, ni usar esos argumentos que están hechos para lucirte en el escaparate donde pululan aquellos a los que quieres caer en gracia.
No tiene puta gracia, contemplar con ojos críticos tu propia naturaleza y no poder echar la culpa a los demás, a las cicatrices de tu mala educación o de tu historia, a la civilización judeocristiana, a los privilegios de la cultura blanca occidental o a las patologías del régimen sexista en el que siempre has vivido.
No, ya no vale la autocomplacencia cuando vas a hacer la compra y camino al súper se te acerca tímidamente una mujer entre treinta y pico y cuarenta años con pinta de profesora o administrativa. Antes de que te pida lo que ya imaginas, te adelantas a sus intenciones con excesiva contundencia.
- Lo siento, no doy limosnas. Estoy suscrito a una ONG.
- No quiero limosnas, solo deseo que mis hijos y yo podamos comer algo esta noche.
- El otro día te vi más abajo y me dijiste lo mismo. Te compré una barra en la panadería. Cuando me marché y miré para atrás, ya le estabas pidiendo a otra persona.
- Por favor, no me humilles.
- No quiero humillarte, pero tampoco me quiero sentir culpable.
- ¿Culpable de qué? Déjalo. No entiendes nada.
- Venga dime lo que quieres que te compre.
- Huevos, leche, lo normal. Te acompaño.
- No. Voy a estar un buen rato ahí dentro y prefiero comprarlo yo mismo.
- Olvídalo.
La vida le ha ido mal, supongo. Sea verdad o teatro, tiene recursos. A mi me faltan en este caso, excepto si uso el más lastimero. Como Calimero debajo del huevo.
- No me parece justo. Me estoy ofreciendo a ayudarte.
Una exclamación inútil. Lastimosa. La noche se la ha tragado y yo cabizbajo camino al súper sin saber que comprar.