30 abril 2020

Desconfinado, anaranjado y rigurosamente vigilado

El tipo que salió del confinamiento era un perplejo manojo de pelos, miedos y deseos aplazados.  En su mano, la pantalla del móvil se había convertido en un pasaporte de identidad naranja, lo cual no era una buena noticia. A los de su condición, en un temprano fake o quizás en un esbozo de norma abortada por las autoridades, les llamaban Elementos de Limitada Utilidad Social (ELUS). Los ELUS  eran uno de los supuestos cuatro grupos en las que habían dividido a la población, gracias a una aplicación  de uso obligatorio en el smartphone que tenía el loable propósito de rastrear a la gente, dividirla en grupos y evitar la expansión de la pandemia. Era una aplicación sumamente poderosa, con un sistema de geolocalización que emitía señales de alarma si el usuario pretendía apagarla.

El grupo de identidad verde incluía a individuos que demostraran a través de algoritmos corregidos, tener una irreprochable salud física y mental  así como hábitos positivos que garantizasen un futuro halagüeño y poco costoso para el sistema sanitario. También incluía a  otras personas que sin llegar a tan altos parámetros fuesen valiosas en el ámbito de la sanidad, la educación o la gestión pública. En las primeras informaciones fueron calificados como Elementos de Prioritaria Utilidad Social (EPUS) y les estaba permitido actividades libres en cualquier entorno aunque apartados de las otras categorías.

En el grupo azul estaba el personal de servicio: los que limpiaban quirófonos o tanatorios, las personas que atendían las cajas registradoras, transportistas, repartidores, soldados, policías sin rango y demás personal invisibilizado antes y después de la pandemia y aplaudido en el apogeo de ella. Eran los que antes  de la piadosa modificación fueron denominados Elementos de Considerable Utilidad Social (ECUS). Para ellos se habían dispuesto un espacio delimitado de 800 metros alrededor de sus puestos de trabajo, fuese fijo o móvil, en horas laborables y 3 kilometro alrededor de su domicilio siempre que se respetasen la separación de grupos.

En el tercer grupo, con pasaporte rojo, estaban los vulnerables y dependientes de cualquier condición que exigían cuidados especiales fuera de los centros sanitarios, por eso se les bautizó primariamente como Elementos Amparados por la  Utilidad Social (EAUS). Se habilitaron  antiguos espacios fijos y nuevos recintos en residencias, hoteles, centros educativos y pabellones deportivos a donde fueron trasladados según su tipo de afección. Las ONG's lamentaban el hacinamiento y la deshumanización en aquellos ambientes para la que recaudaron firmas pero no consiguieron mejoras.

Quedaban los naranjas. El resto.  Con una posición subalterna y circunstancial. Desde su intangibilidad no contaban con ninguna organización benéfica que les apoyase, por lo tanto eran carne de cañón para grupos ultra que hacían uso de su desatención mediática para insuflarles odio de clase, no tanto hacia los sectores privilegiados como hacia los protegidos del sistema. Cierto es que los naranjas siempre habían hecho mucho ruido en los bares y que Internet les ofrecía plataformas para demostrar su descontento;  pero no se sentían satisfechos, el malestar era parte  consustancial de su ser, una forma de vida y de rebelarse frente al mundo.

El tipo que salió del confinamiento no era un modélico naranja cabreado. No era de esos que especula de todo, un todólogo. Cuando hablaba no se ponía intenso,  ni hinchaba el pecho,  prolongando los silencios, para luego soltar cuatro frases tópicas y socorridas como si fuesen de un ingenio descomunal. Cuando escribía, evitaba los excesos de la contundencia y procuraba matizar sus argumentos escapando de las fáciles y tranquilizantes dualidades que te permiten caminar placidamente arropado por tu propia camarilla. No era un activista vehemente, ni un gurú visionario, ni  un cuñado viscoso. No tenía un tropel de amigos en Facebook de los que estar pendiente, ni un tropel de amigos poniendo un "me gusta" a sus entradas en el Facebook. Tenía cierto contacto con VIPs pero estos apenas le conocían de vista, estaba para hacer bulto y los bultos siempre son renovables.
El tipo que salió del confinamiento sabía que más allá del portal sería un producto consumible, desechable y vigilado en la nueva sociedad  estamental. No era para echarse a reír,  pero se sentía renovado y casi divertido de tener algo tan poderoso contra lo que luchar.

16 abril 2020

Yo me quedo en mi propio yo

 Nunca escogiste vivir en el plano teórico pero fue lo que te enseñaron desde muy pequeño. Teorías, principios, conceptos, definiciones, etiquetas, teoremas. Fórmulas magistrales que te sirvieron para fabricar el castillo de tu identidad.
Terminaste por comprender que la realidad era una falacia engañosa e intrincada si no era capaz de superar unos mínimos controles de calidad. Antes había que limpiarla de excrecencias. Liberarla de excepciones. Reconducirla por el camino recto evitando innecesarios rodeos y esas espesuras farragosas que no llevan a ninguna parte y solo generan confusión e incertidumbre. 
La realidad debe ser recta, cabal y luminosa. Como una luz en medio de las nieblas o una autopista que abriese el Amazonas como un puñal.
De esa manera construiste tu mundo, claro y preciso. Sabiendo en todo momento cual camino escoger. Trazando líneas maestras para separar divergencias. Los nuestros a un lado, los contrarios al otro. Yo aquí, en el centro de mi propio castillo personal, y vosotros allá ocupando círculos concéntricos y progresivamente más alejados
Te fue bien, nunca engañaste a nadie. Aunque tus detractores te acusaran de falta de flexibilidad.  ¿Falta de flexibilidad por cumplir con tus principios y axiomas?
No había sido suficiente, habías construido un precario castillo de arena y la epidemia lo ha chafado. Maldita epidemia. Maldita la vida siempre tan imprevisible.
Deberás construirlo de nuevo solo para ti mismo y sin la presencia obscena de los demás. A salvo de cualquier contingencia. 

Podrás recrearte mientras perfilas las almenas, allanas el adarve y haces un bonito foso para que no te invadan las alimañas dañinas. Allí dentro, serás feliz y estarás a salvo de cualquier riesgo. Nadie te conocerá. Nadie contemplará la majestuosidad de tu torre de homenaje ni la austera elegancia de tu patio de armas. 
No importa. 
Podras diseñar cada detalle con mimo y será más fuerte, más sólido, más hermoso. Disfrutarás con él y en él, sin temer a interrupciones, conflictos y contagios. 
Los castillos de los demás acabarán recalentados por el sol. Ablandados por el agua. Pisoteados por la gente. No están seguros en la intemperie. Nadie está seguro ahí fuera. Mejor no corras riesgos.  
Tienes que expresarlo de forma rotunda y repetirlo sin cesar: yo me quedo en mi propio yo. Encerrado allí dentro, disfrutarás de tu obra. Tu obra definitiva.
A cubierto.