(Kaskarilleira Existencial 27)
Ser un desecho de la sociedad te permite realizar inusitados gestos de solidaridad con otros desechos. Sobre todo si no hablan, son comestibles y no están podridos del todo.
Mi diaria tarea de buscar restos de comida en la basura tuvo aquella noche un abrupto final delante de aquel extraño contenedor amarillo que fosforecía como neón en la oscura calleja lateral del mercado de frutas.
Puede que la crisis me haya convertido en mendigo, pero el viejo detective privado Fiz Arou sigue ahí, agazapado, y como tal no es dado a fáciles apocamientos ante impertinentes incógnitas.
A falta de revolver, el mío estaba descansando en un estante de la casa de empeño, saqué el enorme cuchillo de cocina que tenía en la mochila y me dirigí hacia el contenedor.
Estaba cerrado y para abrirlo utilicé el arma como palanca.
Abrí la tapa y miré. No se veía nada. A ver si me explico, no es que no hubiera nada es que era como la entrada a un pozo profundo y oscuro que desafiaba la leve luminosidad de la luna menguante y la lejana farola.
De cabeza. Me lancé de cabeza al contenedor y no me preguntéis el motivo de tal audacia.
Caí al fondo, se cerró la tapa y las paredes a mi alrededor se iluminaron. Enfrente de mí apareció una pantallita con un texto muy animoso:
“Esta es una genuina máquina del tiempo y te podemos llevar a donde quieras.
Desafortunadamente estamos teniendo algunos problemas con los algoritmos del software y solo podrás elegir entre tres momentos del pasado”
Me tenté el estómago por si me había sentado mal algún yogur caducado, probé con la tapa que como imaginaba estaba cerrada a cal y canto y solté un regüeldo:
- Vaya mierda de máquina. ¿Tres momento tan solo?
“Sí, tres” soltó la pantalla
“El pasado pasado, el pasado lejano y el pasado reciente”
- ¿El pasado pasado? ¿No podéis ser más precisos, joder?"
"Sí, por supuesto, esa opción te llevará al momento en que el hombre se hizo hombre."
- Ah, eso mola y suena poético. Mándame para allá, anda.
¡Qué fuerte, colegas! Aquel contenedor vibraba de lo lindo y brillaba con una luz que me estaba dejando ciego.
Diez o quince segundos después se paró en seco. Se abrió la tapa de arriba y vi la luz del sol. Lorenzo pegaba de lo lindo, lo comprobé al instante. Al asomarme al borde del contenedor vi una pradera enorme desierta y en la derecha lo que parecía el final de un bosque o de una selva cargada de árboles.
Había una gran algarabía por aquella zona: aullidos, chillidos, gemidos de dolor, risas salvajes fuera de tono etc..
Con mucho tiento me dirigí hacia allí y vi una colonia de grandes monos agitándose entre las ramas de aquellos colosales árboles. Hacían lo que hacen los monos en circunstancias parecidas: correr, comer y dar de comer a las crías, despiojarse, pegarse, follar, dormir, defecar, hacer muecas...
Sin embargo había uno que tenía una actitud diferente. Estaba en la rama más baja del último árbol lindante con la pradera y se le veía sumamente reconcentrado en si mismo. Dudaba. Quería y no quería dar el último salto. Miraba a sus compañeros con gesto angustioso pero al mismo tiempo se le iluminaban los ojos pensando en lo que encontraría abajo, allá donde ninguno de sus congéneres había estado.
Solo era un salto. El salto que le llevaría a tierra y a otra vida. El salto que lo haría humano al habitar la tierra firme, aunque él no lo supiese. Se puso en tensión e inspiró aire...
El impacto fue brutal. El cuchillo de cocina le atravesó el cuello de lado a lado. Cayó a tierra, lo que deseaba, pero en un gran charco de sangre.
Di la vuelta y me dirigí andando a la nave. Noté como me encorvaba, como crecían mis brazos y como mi cuerpo se cubría de pelo. Llegué a mi contenedor después de andar el último tramo a cuatro patas y con una sonrisa de simio en la boca.