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Una cita de amor a la que nadie acude.
"Incluso aunque lo peor sea cierto, ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa? ¿No te interesa esa experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida buscando respuestas que jamás voy a encontrar y me dedico a disfrutarla mientras dure? Y después, después ¡quién sabe! Quiero decir: quizá existe algo, nadie lo sabe seguro. Ya sé que la palabra quizá es un perchero muy débil en el que colgar toda una vida, pero es lo único que tenemos. Luego me acomodé en la butaca y realmente empecé a pasarlo bien."
(Woody Allen / Hannah y sus hermanas / 1986)
Así revientes, Antonio.
Tú, cagándote de miedo en esa parada de las afueras tan oscura que en cualquier momento te aparece por detrás un drogata con mono y cuchillo de cocina, te rebana el cuello como hogaza de pan y se acaba todo. Se cierra el talón de una puta vez, maldita sea tu suerte de asalariado del taxi tragando madrugadas, mientras la parienta como una marquesa, marquesa del carajo, sigue tirada en la cama soñando con algún galán de cine que la saque de las tristezas de la vida.
Asfixiado con el tráfico, las obras, los municipales que no se enteran, las motos de los repartidores, los autobuses urbanos, los buses escolares. En uno de ellos podría ir tu chiquillo. Ahora tendría 7 años, Antonio, y sería semejante a esos otros que hacen como que juegan pero no juegan que están delante las mamás y no está bien que les confundan con los pequeñitos de primero y segundo tan inconscientes en sus niñerías.
Te gusta el fútbol, Antonio. Tu equipo está jugando bien pero tú no puedes ir a verlo. Cuando juegan el miércoles, tienes trabajo doble llevando y trayendo a la gente al estadio mientras ruge la multitud adentro y afuera, en los bares atestados. Ni siquiera ver la tele, Antonio. Y luego llega el fin de semana y tienes que ir al pueblo para visitar a la familia de la mujer y ayudar a recoger las patatas en la huerta, o poner buena cara cuando tu suegra, mal rayo la parta, te da el consabido pan de centeno y el queso de todas las visitas. Con lo bien que estarías levantándote tarde, leyendo el periódico en un parque o dando una vuelta por el Paseo Marítimo ahora que estamos en primavera y el domingo por la mañana no tienes que sufrir asfixiado con el tráfico, las obras, los municipales que no se enteran, las motos de los repartidores, los autobuses urbanos, los buses escolares. Imagina, que imaginar es barato: un rape a la cazuela, un café con su aguardiente de hierbas y luego ir al estadio a ver el partido. A la salida, unas cañas con los amigos para entrar en tu casa, ya de noche, un poco más contento de lo habitual. Pero no, Antonio, no, eso no es lo tuyo. Tú tienes que estar con esos tarugos da aldea que te miran con aire de superioridad porque tienen cuatro vacas y doce ferrados de tierra. Callados, resignados, sumisos y siempre hablando de lo mismo: “¿Ya pensasteis que vamos a hacer con las fincas que dejó la abuela? Pues dicen que a la Martina la dejó embarazada un camionero y los padres no quieren saber nada de ella. Que sí que no, que en la capital vivís muy bien y no conocéis los padecimientos de la gente del campo”.
Así revientes, Antonio.
Tu mujer se levanta a las nueve y va a aprender a nadar a la piscina municipal y luego queda con las brujas esas que pasan el tiempo hablando, siempre mal, de sus hombres o comentando cosas del nuevo novio de Anita Obregón. La partida de cartas, la visita diaria al Centro Comercial, por la tarde el curso de yoga en la Asociación de Vecinos y tú siempre en el mismo taxi que ni siquiera es tuyo y con las mismas camisas que todas las noches echas sudadas en la lavadora luego de asfixiarte todo el día con el tráfico, las obras, los municipales que no se enteran, las motos de los repartidores, los autobuses urbanos, los buses escolares.
Sí, Antonio, sí, el niño era un alfiler de ojos enormes. Con ellos estaba aprendiendo a conocer el mundo y tú lo paseabas orgulloso en su coche, suyo de verdad no como tu taxi, mientras las cotillas del barrio te paraban para hacerle carantoñas “Qué hermosura de niño, como se parece a su padre. ¿Qué dices? si tiene los ojos de su madre. Es lindo de verdad, me recuerda a su abuelo que en paz descanse” Pronto descansó el niño, Antonio, y las mismas cotillas del barrio hacían pucheros en el velatorio tal como si aquel pequeño ataúd tuviera poder suficiente como para ablandar sus duros corazones de piedra. No hubo perdón. No hay olvido. Día a día desde aquel día, tu mujer no hace otra cosa que señalarte: el niño estaba contigo, en tu taxi que no es tuyo y quedó allí tirado en la cuneta mientras tú, Antonio, sigues vivo.
Por eso, después de todo, Antonio, no te va tan mal cuando aún puedes seguir asfixiándote con el tráfico, las obras, los municipales que no se enteran, las motos de los repartidores, los autobuses urbanos, los buses escolares.
Así revientes, Antonio.