El cuerpo reposando blando sobre el majestuoso e historiado sillón. Las manos cruzadas placidamente entre el estómago y el vientre. Una mirada beatífica y profunda incluso cuando por dentro sólo hay sitio para el odio o el desdén. Era un excelente observador y eso le había permitido aprender de las buenas maneras exhibidas por las autoridades eclesiásticas que visitaban la alcaldía. No, no era un beato como decían sus enemigos; en realidad de la Iglesia admiraba, sobre todo, su sentido de la pompa, de la majestad y esa capacidad de imponerse sobre la ruda fealdad de las cosas. Los representantes del clero, los de cierta jerarquía, no contaminados por el contacto mezquino de las masas, eran un ejemplo viviente de por qué la institución católica había sobrevivido y mejorado después de toda clase de contingencias. Frente a lo que pensaban muchos, los cismas, la reforma, las guerra de religión o el laicismo contemporáneo habían servido para limpiarla de excrecencias, purificarla y hacerla más perfecta a sus ojos.
¿Quién lo diría, no? un representante de la vieja izquierda laica diciendo esas palabras. Pero su vida siempre había sido ir contracorriente. Y era consciente de que ese grado de libertad sólo se le permitía por el enorme poder que había adquirido. Sin embargo, también sentía como a veces las dudas entraban como un tsunami en su cerebro, y entonces su único parapeto era aquella frase que todas las mañanas soltaba como una salmodia al entrar en su despacho: "si mi padre me viera aquí".
Su padre había muerto relativamente joven. Era uno de aquellos derrotados de la guerra civil, militante de una importante organización juvenil de izquierdas, que después de sufrir mil penurias había conseguido empleo de contable en una consignataria de barcos. Un tipo corriente que sólo huía de sus frustracciones jugando al dominó con sus amigos en la Sociedad de Recreo. Un día llegó cansado, se sentó en un sofá y allí se quedó. Tieso, sin molestar a nadie según tenía por costumbre y con una sonrisa bailándole en los labios. Aquella extraña sonrisa...
Por aquel entonces, él apenas había acabado la carrera y no hacía ni tres meses que entrara de pasante en un despacho familiar de abogados. En la universidad no había tenido inquietudes políticas o por lo menos militancia concreta. Era la primera persona que había estudiado una carrera en su familia y como buen hijo de clase trabajadora, aún pensaba que esas cuestiones solo eran buenas para los estudiantes con parientes influyentes, dispuestos a ayudarlos cuando inevitablemente dieran con sus huesos en la cárcel. Era el duro final de los años 60.
Aquel despacho era un lugar estancado en alguna esquina del tiempo. El patriarca era un viejo falangista de primera o segunda hora, que fuera gobernador civil en los años 40 y aún se veía con posibilidades de llegar a alcalde a poco que desapareciera de la escena la que él denominaba la clericalla del Opus. El hijo mayor, un señorito fatuo y perdonavidas, pasaba el día contando sus batallitas nocturnas con el alcohol y las mujeres en las boites de moda. El más pequeño, por su parte, siendo tan sólo dos años mayor que él, había gastaba medio patrimonio familiar en coches de carrera, Porsches sobre todo, que seguramente terminarían despedazados en algún circuíto urbano de los que proliferaban al llegar el verano. Él, hijo de un humilde contable, llegó a sentir asco de aquella gente. No podía esperar nada de su altivez, de su clasismo, de su ceguera ética pero tampoco de sus asuntos y negocios que llenaban el despacho de un aire fétido y envenenado.
Aquel despacho era un lugar estancado en alguna esquina del tiempo. El patriarca era un viejo falangista de primera o segunda hora, que fuera gobernador civil en los años 40 y aún se veía con posibilidades de llegar a alcalde a poco que desapareciera de la escena la que él denominaba la clericalla del Opus. El hijo mayor, un señorito fatuo y perdonavidas, pasaba el día contando sus batallitas nocturnas con el alcohol y las mujeres en las boites de moda. El más pequeño, por su parte, siendo tan sólo dos años mayor que él, había gastaba medio patrimonio familiar en coches de carrera, Porsches sobre todo, que seguramente terminarían despedazados en algún circuíto urbano de los que proliferaban al llegar el verano. Él, hijo de un humilde contable, llegó a sentir asco de aquella gente. No podía esperar nada de su altivez, de su clasismo, de su ceguera ética pero tampoco de sus asuntos y negocios que llenaban el despacho de un aire fétido y envenenado.
El asco le llevó a la política. Un partido pequeño, con más historia que realidad, acogió a aquella nueva promesa con los brazos abiertos. Eran muy pocos y tras la muerte del dictador, fue relativamente fácil dar el gran salto al liderazgo local y regional. En el camino hubo que dejar fuera de juego a unos cuantos viejos infelices, algún camarada de juventud de su propio padre, que pensaban que sus cuarenta años de exilio y represión exigían algún tipo de recompensa política. Sus compañeros en Madrid, tan jóvenes y sin escrúpulos como él mismo, hicieron el trabajo sucio que él apoyó sin dudar. Nadie volvió a oir hablar de aquellos pobres luchadores legendarios y él se atrincheró con sus huestes en el feudo conquistado. Hubo un fracaso importante por exceso de ambición y eso le ayudó a reflexionar. Todos le veían de ministro o director general pero él prefirió la alcaldía de su ciudad. Sabía que ahí estaba el poder en su forma más acabada. En todo momento las repercusiones de sus actos se podían contemplar simplemente bajando a la calle, entrando en contacto con la gente sencilla y sin tener que sufrir las intermediaciones a las que están sometidos otros cargos de más aparente relevancia. Reelegido una y otra vez, amado y odiado hasta la náusea, quizás pronto su nombre bautice a una gran avenida o a un parque en las afueras de esa ciudad pretenciosa pero vulgar que le vio nacer. En la ciudad en la que muchos años atrás, un hombre insignificante murió de repente con una sonrisa en la boca. Una sonrisa que desde siempre persigue a su hijo, su poderoso e importantísimo hijo, incapaz de poderla entender.
Hay gentes que a si mismas se hacen (caso que nos pone)y hay montones maniquíes que la corriente mece a su voluntad.
ResponderEliminarInevitablemente me ha hecho recordar aquella canción de Golpes Bajos que aún tiene sentido 20 años después.
ResponderEliminarDemasiado plástico, demasiado cartón piedra, demasiada pasarela. Poca sangre, sudor y lágrimas.
Rígidos los cuerpos
los maniquíes bailan.
Con el rojo de sus labios
y el brillar de su cabello.
Miradas de cristal
bajo el saxo envueltas.
Perfecciones en los rizos
sus gargantas secas.
Fiesta de los maniquíes,
no los toques, por favor...
Mi pequeña dama
dime cómo te encuentras,
acaso decepcionada
de verme muerto en la escena.
Yo quiero ser el guardián
de esas noches sin estrellas.
No demores tu tardanza
que te esperan, cenicienta.
Fiesta de los maniquíes,
no los toques, por favor...
Son curiosos los caminos de la ambición, yo que no tengo ambición alguna ni terrenal ni divina, sí soy capaz de entender ese camino en que el ambicioso se ve envuelto, como en un remolino del que no puede escapar. No son culpables de su búsqueda de ascenso, sino víctimas. Sobre todo, cuando de una forma perversa, algunos detenimientos les devuelven añejos remordimientos en forma de recuerdo.
ResponderEliminarEs cierto que les dura poco. Es un flash pequeño y perturbador que espantarán enseguida como una mosca cojonera, pero en ese momento el recuerdo es demoledor y de tal intensidad que parece capaz de estigmatizar un ánimo a perpetuidad.
No se hace justicia nunca con los abnegados y luchadores. Y seamos honestos, ¡un carajo importa!. Al final la justicia es una bella y vacua palabra que se han inventado los hombres para justificarse ante los demás.
El ambicioso al final paga con una soledad interior, un precio ínfimo para ellos, ese arribismo sin escrúpulos de no detenerse ante nada para llegar. Es fácil justificarse: si no lo hacen ellos, lo harán otros. Eso es ley.
El asco que le pudieran inspirar parásitos herederos de una riqueza inmerecida, no es un motivo creíble para pensar que él es mejor por haberse hecho a sí mimo. Él simplemente se vio obligado a luchar para medrar.
Sí, es verdad, hay gente humilde que se dedica simplemente a lloriquear y quejarse, y eso es algo detestable para alguien ambicioso venga de la extracción que venga, y ese sí que es un asco revulsivo para ellos.
Sí, tendrá una calle, y el padre el olvido, como la mayoría.
Y calle y olvido, al final serán humo invisible para todas las generaciones venideras, poco proclives a gratitudes con unos antecesores, que siempre prefieren olvidar.
Y eso es mucho menos ofensivo, que homenajes patateros e hipócritas, que los adictos a la solemnidad nos han hecho tragar.
El personaje que interpreta Martin Landau en la película de Woody Allen, Delitos y Faltas siendo un judío ateo sólo se plantea la existencia de Dios cuando teme el castigo por el crimen que ha cometido, por delegación, al mandar asesinar a su amante. Luego pasa el tiempo y al ver que no va a ser castigado y que el mundo entero es inmune al pecado, al dolor y a la culpa decide volver a su ateismo.
ResponderEliminarLa culpabilidad del protagonista de esta historia funciona de forma similar y creo que su descripción es éxacta, Anónimo, pero creo que el precio es mucho mayor de lo que en apariencia podría parecer. Hay puntos de no retorno. Cuando uno ha sido expulsado del paraiso de la inocencia, en el más amplio sentido de la palabra, es imposible volver a ella. El león que se alimenta de carne humana nunca vuelve a su condición anterior.
Frente a ello no valen autojustificaciones, ni placas, ni monumentos, ni valiums para dormir a gusto todas las noches.
Unas gotitas de poder pueden producir una borrachera perpetua de amargura por todo lo que se entrega a cambio.
Todo debe medirse en conciencia según el beneficio que nos reporte, pero no hablo de un beneficio ni monetario ni espirituoso, ni siquiera social ni vital; hablo de cuando uno se pregunta "¿me compensa?" mientras se mira a los ojos en el espejo del cuarto de baño.
ResponderEliminarAhí supongo que es donde ve la sonrisa de su padre el protagonista de la historia que nos trae aquí.
Y, repitiéndome (pero corrigiendo autor), como dijo el gran filósofo, el torero El Gallo, "Hay gente pa tó"
No creo le surjan escrúpulos ni creo sepan que son... al final le resultará obsesiva la sonrisa que le persigue.
ResponderEliminarYo no creo que nadie que tenga la cabeza sobre los hombros, puede mirarse en el espejo del cuarto de baño y pensar que ese careto y todo lo que supone llevar ese careto durante años, merece la pena.
ResponderEliminarPara mi que este buen hombre ve el rostro de su padre moribundo cuando descubre hasta donde le puede llevar el poder y la ambición. Es decir, cuando le surgen los escrúpulos por ser el tipo que ha resultado ser.
Embolic, la mala conciencia es una enfermedad tan democrática como la gripe e incluso tiene la capacidad de hacerse más dañina cuanto más mala conciencia haya. Los escrúpulos se escoden pero siempre acaban aparaciendo por alguna parte.
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