"Este país no se parecía a ningún otro país del mundo". Su población,
al parecer, estaba compuesta fundamentalmente por tipos aguerridos en
tiempo de vacaciones. Luego se enteraron de que cuando llegaba el verano
los comerciantes, señores del sitio, encerraban a los aguafiestas en
covachas bajo tierra y solo los sacaban a airear cuando caía la primera
hoja de otoño y el último turista cogía el último autobús para el
aeropuerto.
"¡En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse loco!"
Bandas de intrépidos juerguistas por todas partes. Unos corrían por callejones cerrados delante de toros que morirían esa tarde entre el regocijo alcohólico generalizado. Otros preferían encerrarse en una plaza, vaciar un montón de camiones repletos de tomates y lanzárselos unos a otros hasta convertir aquello en un insoportable espectáculo bermellón. En la playa, mientras unos curaban su resaca tirados sobre la arena; otros en el puerto, se subían al palo mayor grasiento de una pequeña embarcación pesquera para intentar coger un pato moribundo atado en la cima. Risas y felicidad por todas partes. En la pequeña isla del río donde llegaban las pequeñas barcas festivas engalanadas de flores todo acababa como el rosario de la aurora: manchados de vino y orines, sucios de comida no digerida y medio ahogados en lo que ya parecía un simple cementerio de truchas. Los más campestres corrían a caballo detrás de un toro bravo para que el más valiente le metiera una lanza en el mismísimo corazón y disfrutaran todos. Por las noches a los mismos astados -siempre había algún toro al que humillar en el País de las Juergas Sin Fin- se les colocaba dos bolas de fuego en los cuernos y se les hacía correr por las calles ante las burlas de la bien protegida muchedumbre. Después de tanto jolgorio organizado y tradicional, llegaba el momento para el descontrol más actual. En la playa se organizaban rave parties que duraban días: música electrónica atronadora, alcohol y drogas de diseño para seguir en pie mientras el cuerpo lo permitiese. Los más tontos se desmadraban demasiado, creían que les crecían alas en los sobacos y se lanzaban desde las terrazas de sus habitaciones sobre las piscinas de los hoteles. Los resultados no siempre eran los previstos, por eso siempre había una ambulancia cerca y una manguera para retirar cuerpos y limpiar el pavimento.…
"En resumidas cuentas, era tal el pandemónium, tal el griterío, tal el bullicio endiablado que había que meterse algodón en los oídos para no quedar sordos.
Pinocho, Lucignolo y los otros muchachos, apenas pusieron un pie en la ciudad se lanzaron enseguida en medio de aquella baraúnda, y en pocos minutos, como es fácil imaginar, se hicieron amigos de todos los que allí había ¿Quién podía estar más feliz y más contento que ellos" en aquel incesante botellón?
Pasaron las horas, los días y dos semanas. Tiempo terminado, había que volver a casa. Pinocho, al levantarse aquella mañana, se tocó las orejas y no las vio diferentes. Fue al espejo del baño y comprobó que estaba como siempre: no tenía patas, no tenía rabo y aunque su voz estaba algo ronca después de tanta fiesta, tampoco sonaba a rebuzno. No, no tenía la fiebre del burro, ni era propiamente un burro tal como había soñado aquella última noche. ¿Entonces por qué se sentía así?
El hombrecillo fue a buscar a los dos amigos para llevarlos en autobús al aeropuerto y Pinocho siguió removiéndose inquieto en su asiento. La ansiedad se lo comía vivo ¿Se convertiría en un burro ahora o ya cuando llegase a la terminal? Bajó temblando, se dirigió al mostrador de la compañía aérea tocándose de forma compulsiva orejas y el culo y gestionó el asunto del asiento y el equipaje temblando. Sudaba la gota gorda al pasar el puesto de control y tuvo que ir tres veces al cuarto de baño antes de la llamada para acceder al avión.
Hasta el año que viene, claro.
(Con la inestimable colaboración "entre comillas" de Carlo Collodi y sus Aventuras de Pinocho, capítulos XXXI y XXXII)
"¡En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse loco!"
Bandas de intrépidos juerguistas por todas partes. Unos corrían por callejones cerrados delante de toros que morirían esa tarde entre el regocijo alcohólico generalizado. Otros preferían encerrarse en una plaza, vaciar un montón de camiones repletos de tomates y lanzárselos unos a otros hasta convertir aquello en un insoportable espectáculo bermellón. En la playa, mientras unos curaban su resaca tirados sobre la arena; otros en el puerto, se subían al palo mayor grasiento de una pequeña embarcación pesquera para intentar coger un pato moribundo atado en la cima. Risas y felicidad por todas partes. En la pequeña isla del río donde llegaban las pequeñas barcas festivas engalanadas de flores todo acababa como el rosario de la aurora: manchados de vino y orines, sucios de comida no digerida y medio ahogados en lo que ya parecía un simple cementerio de truchas. Los más campestres corrían a caballo detrás de un toro bravo para que el más valiente le metiera una lanza en el mismísimo corazón y disfrutaran todos. Por las noches a los mismos astados -siempre había algún toro al que humillar en el País de las Juergas Sin Fin- se les colocaba dos bolas de fuego en los cuernos y se les hacía correr por las calles ante las burlas de la bien protegida muchedumbre. Después de tanto jolgorio organizado y tradicional, llegaba el momento para el descontrol más actual. En la playa se organizaban rave parties que duraban días: música electrónica atronadora, alcohol y drogas de diseño para seguir en pie mientras el cuerpo lo permitiese. Los más tontos se desmadraban demasiado, creían que les crecían alas en los sobacos y se lanzaban desde las terrazas de sus habitaciones sobre las piscinas de los hoteles. Los resultados no siempre eran los previstos, por eso siempre había una ambulancia cerca y una manguera para retirar cuerpos y limpiar el pavimento.…
"En resumidas cuentas, era tal el pandemónium, tal el griterío, tal el bullicio endiablado que había que meterse algodón en los oídos para no quedar sordos.
Pinocho, Lucignolo y los otros muchachos, apenas pusieron un pie en la ciudad se lanzaron enseguida en medio de aquella baraúnda, y en pocos minutos, como es fácil imaginar, se hicieron amigos de todos los que allí había ¿Quién podía estar más feliz y más contento que ellos" en aquel incesante botellón?
Pasaron las horas, los días y dos semanas. Tiempo terminado, había que volver a casa. Pinocho, al levantarse aquella mañana, se tocó las orejas y no las vio diferentes. Fue al espejo del baño y comprobó que estaba como siempre: no tenía patas, no tenía rabo y aunque su voz estaba algo ronca después de tanta fiesta, tampoco sonaba a rebuzno. No, no tenía la fiebre del burro, ni era propiamente un burro tal como había soñado aquella última noche. ¿Entonces por qué se sentía así?
El hombrecillo fue a buscar a los dos amigos para llevarlos en autobús al aeropuerto y Pinocho siguió removiéndose inquieto en su asiento. La ansiedad se lo comía vivo ¿Se convertiría en un burro ahora o ya cuando llegase a la terminal? Bajó temblando, se dirigió al mostrador de la compañía aérea tocándose de forma compulsiva orejas y el culo y gestionó el asunto del asiento y el equipaje temblando. Sudaba la gota gorda al pasar el puesto de control y tuvo que ir tres veces al cuarto de baño antes de la llamada para acceder al avión.
- ¿Le pasa algo, señor?
- No, nada gracias. Es que estoy algo mareado esta mañana.
- ¿Quiere algo para la resaca?
Hasta el año que viene, claro.
(Con la inestimable colaboración "entre comillas" de Carlo Collodi y sus Aventuras de Pinocho, capítulos XXXI y XXXII)