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Miro a todas partes y no dejo de contemplar un horizonte de cabezas desnudas, de cráneos desparejados o de cocorotas enhiestas que atentan al paisaje con sus áridas formas.
Vale, sobre mal gusto no hay nada escrito, nada legislado. Todo quisqui tiene derecho a hacer de su cabeza un sayo y de su testuz un territorio despejado. Pero a estas alturas de la función ¿alguien me puede decir que tiene de hermosa la más hermosa calva?
Hablo de los rapados voluntarios, esos tipos que luego de descubrir que el mundo era redondo decidieron ponérselo por montera de la manera más literal posible: sacrificando su sacrosanta cabellera y convirtiendo su cabeza en un mapa mundi andante.
Esa caballera, señoras y señores, que era orgullo de sus madres y que ellos cuidaban con esmero hasta que la nefasta idea entró en sus molleras.
Algunos se acogen a la falacia de que la rapadura es una medida de ajuste ante el implacable avance de la alopecia. Renuncian y tiran la toalla. No desean luchar por su pelambre. No recurren a la ayuda de mil potingues o a la de algún injerto para defender sus vellos supervivientes.
Creen que deben pasarse al ejército enemigo y que por raparse serán considerados calvos de buena ley.
Se equivocan.
Como antes se equivocaron los detestables skin heads, los marines violentos, los monjes tenebrosos del medievo, los beatíficos budistas, los mutantes de laboratorio, los pelados extraseres del espacio exterior, los sinuosos escribas egipcios o los crueles sátrapas asirios.
Señores, un calvo de verdad, un calvo de raza, un calvo militante nunca se hace de un día para otro. Nace de circunstancias naturales. El pelo debe caer por si mismo y poco a poco. Por lo tanto, tampoco me refiero a los que tienen la desgracia de perderlo por tratamientos médicos o shocks traumáticos.
Hablo del calvo que accede a su condición plena tras pasar por diferentes etapas. De paje a caballero. Un striptease lento y progresivo que tras múltiples batallas conduce al último rango: la calvicie absoluta.
Es un día de gloria el día en el que el último pelo huye asustado ante tanto poderío. El nuevo calvo se convierte entonces en miembro de la Orden Calvonista.
Una Orden formada por lo más granado del género masculino.
Seres recios e inconmensurables, forjados en mil batallas.
Titanes físicos.
Auténticas bombas sexuales.
La prodigiosa leyenda sexual de los calvos ha hecho que los rapados de medio pelo, esos falsarios, quieran pertenecer a la Orden sin merecerlo.
Lo que no logro entender es como compaginar esta verdad absoluta con la historia de Sansón y Dalida. Estos judíos siempre quieren dar el cante.
Será asunto para reflexionar otro día.
Apenas tuve tiempo de reaccionar. Giré bruscamente el volante y me interné en un área de descanso unos cuantos metros. Me paré y saqué de la guantera la cámara con teleobjetivo. Había buena visibilidad. Extrañamente funcionaban todas las farolas de la autovía y una en concreto apuntaba directamente al coche.
El Hummer se quedó quieto y con las luces encendidas. Pensé en un gigante sin resuello. Tras tres minutos de inquieta espera se abrió la puerta del conductor. Podría esperar cualquier cosa menos que saliese por ahí un Hércules de más dos metros con uno de esos viejos uniformes de chófer que eran ya anticuados en los años 30. El Frankenstein llevaba un maletín en la mano y decidido se dirigió al otro lado del coche para abrir la puerta de su acompañante.
"Joder, que cortesía" musité entre dientes.
Un tipo gordo salió del vehículo. Llevaba un largo abrigo color crema. De los caros. Me pareció percibir que su cabeza estaba coronada por una de esas gorras de rapero con el ala hacia atrás.
Deprimente mezcolanza.
El gordo observó el pilar del puente e hizo gestos de medición con la mano. Llegó el chófer y abrió el maletín. Estaba repleto de tubos de spray. El gordo calibró varios entre las manos y finalmente se decidió por uno. Aquel paquidermo era Gangsy. No había duda.
Me fui acercando por detrás cobijado entre los matorrales y con la cámara en la mano. Intentaba hacer el menor ruido posible. Delante mía, Gangsy estaba empezando a trazar siluetas en el pilar mientras el chófer había vuelto al Hummer.
Veinte metros. Quince. Apenas diez. En eso pisé una mierda en el suelo que me hizo dar un traspies. Logré mantener el equilibrio, agarrándome a un matojo, pero aquello crujió de forma escandalosa.
- Pase, Fiz, le estaba esperando.
El tipo se dio la vuelta y pude ver una vez más el careto repugnante de mi millonetis favorito. Me rasqué la cabeza con perplejidad.
- No entiendo nada ¿es usted Gangsy? ¿Por qué me ha contratado?
- Valoro su inteligencia, no sea simplista. ¿Cuantas personalidades tiene un ser humano? ¡Contésteme!
- No tengo ni idea, a mí ya me vale con llevar las mías lo mejor que puedo.
- Le felicito, es raro encontrar alguien tan amarrado a la realidad en tiempos tan volubles. Por eso le elegí. Yo no soy así. El autócrata pisacapullos del día tiene un alma alternativa por la noche.
- Vaya, como Jekyll y Hyde.
- Más o menos. En mi caso Jekyll es la necesidad y Hyde el deseo. Vengo de una saga de cabrones que no podían permitirse la licencia de tener un hijo artista. El heredero de un imperio. Tuve que dejarlo y cuando volví me dio por hacer grafitis. Un pasatiempo sin más. Pero tuve éxito. Sin embargo el mundo no está preparado para un magnate convertido en grafitero.
- Hay grafiteros millonarios.
- No es lo mismo que ser millonario y convertirse en grafitero. Uno siempre piensa que un grafitero debe ser un jovencito pelanas con acné. Un tipo educado en la calle y echado a perder. Yo no doy el tipo. Por eso he mantenido el anonimato lo cual me ha convertido en leyenda y me ha proporcionado un montón de pasta. Pero falla algo.
- ¿El qué?
- Soy kaskarilleiro y por lo tanto vanidoso. Quiero que alguien sepa lo de mi duplicidad. Un testigo independiente y relativamente cuerdo. No uno de mis estúpidos asalariados dispuestos a decir "si, bwana" a todo lo que les pida. Usted guardará mi secreto y encima le premiaré con otros 3000 euros.
- ¿Y si no quiero hacerlo?
- Es su derecho. Aunque si lo hace tendrá un montón de problemas para seguir viviendo en nuestra muy amada ciudad. Incluso podría ocurrirle algún irreparable imprevisto.
Oí a mis espaldas un chasquido. Al mirar para atrás vi al gorila empuñando un viejo Ak 47 en mi dirección.
El gordo cabrón se sonrío en mis narices mientras me extendía el cheque. Salí pitando.
Malditos buenos negocios.