Los italianos, listos ellos, han bautizado a estos días de verano como ferragosto. Pero no, tal expresión no significa lo que suena, es decir, lo dura que puede ser la existencia cuando te sientes sodomizado por la canícula. Al parecer, Wikipedia dixit, es derivación de la expresión latina Feriae Augusti, una fiesta implantada por aquel dictador con laureles que fue el primer emperador. Luego el cristianismo, con su impudicia habitual, robó la festividad hasta convertirla en el día en que se celebre la ascensión de la madre de Yesshua ben Josef hacia las esferas siderales.
Hablando de esferas siderales, también está lo de las Lágrimas de San Lorenzo, un recuerdo hacia aquel santo que mientras era asado a la barbacoa aún tenía suficiente material líquido como para lanzar sus lágrimas hacia las susodichas esferas. Desde entonces y al llegar a estas fechas, se toman unos días de veraneo y las Perseidas, así se les llama, regresan a la tierra convertidas en lluvia de meteoritos. Me dicen, que hubo alguien pariente de alguien que conoció a un tipo, que es amigo de otro tipo que posiblemente las vio caer en medio de una borrachera estival, pero no me fío. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Para disgusto de astrónomos aficionados y agobio de sus obligados acompañantes, en estas latitudes las noches de las lágrimas suelen ser nubladas, aunque al día siguiente reluzca un sol insaciable y prepotente.
Esto del clima imprevisible es una característica primordial para darle vidilla a nuestros veranos atlánticos.
¿Qué tiempo hará mañana?
Una información que la naturaleza nos hurta y que sirve para dejar con el culo al aire a tanto meteorólogo telegénico. Es que en estas tierras galaicas nunca se sabe. A lo mejor te pasas una hora equipándote con todo el armatoste playero antes de arrastrarlo por la calle o meterlo de mala manera en el coche y sumirte en el habitual atasco de agosto. Llegas a tu destino, plantas tu bandera, te desembarazas de tus prendas sobrantes, te tiras en la toalla y en ese preciso instante se cierra el celeste telón y te deja a oscuras en el graderío de tus esperanzas. La niebla o las nubes son esas persistentes gorronas que buscan su protagonismo en nuestros veranos, pero al final siempre son benignas. Nos pasamos tanto tiempo maldiciéndolas por sus caprichosos designios y nos olvidamos, que gracias a ellas, nunca conoceremos los calores del Averno habituales del sur y el este, hacia abajo.
Uno, como siente cierta compasión por las desgracias ajenas, empieza a temblar cuando dan la información meteorológica y observa que en otras latitudes la cosa está da miedo: 35, 38, 40, 42 grados y el otro día 45 y pico en Córdoba, vaya locura.
¿Cómo decirles que por aquí, a partir de las 10 de la noche, llevamos una chaqueta o una prenda de abrigo, por si acaso? ¿Cómo decirles que aquí, en este preciso lugar, nuestra temperatura veraniega en raras ocasiones sobrepasa los 30 grados? ¿Cómo decirles que en nuestras jornadas playeras no tenemos que atrincherarnos debajo de una sombrilla para que el sol no nos licue? Qué podemos pasear por la playa a las 12 del mediodía, jugar un partido de fútbol o sin miedo a la deshidratación. Hacer el ridículo con esas horripilantes paletas de plástico y la errática bolita. Tampoco tenemos que ir con unas chanclas al borde del agua para que el sol no nos queme la planta de los pies. Y aunque el agua esté fría del carajo, no tienes la sensación de que eres parte de ese caldo caliente y sospechosamente pegajoso en que se convierte el Mediterráneo en esos días en que el sol no tiene sosiego. Sí, podemos salir después de comer a dar un paseo y no tenemos que refugiarnos en nuestros habitáculos con las persianas y cortinas cerradas hasta que "Lorenzo" decida no atenazarnos con sus cálidos abrazos, allá por las 8 de la tarde.
La playa, el mar, otros prefieren la montaña, o el viejo pueblo de nuestra infancia o de nuestros ancestros. Como dice el anuncio ese, todos nos merecemos tener un pueblo. No sé por qué nadie, que yo sepa, se le ha ocurrido unir a tanto huérfano sin pueblo con tanto pueblo sin huérfanos. Podría modificarse la legislación y crear una especie de nuevo tipo de unión, incluso matrimonial, entre urbanitas necesitados y pueblos olvidados. Quizás una aplicación de Internet. Aunque para llegar a tal tesitura sería necesario una búsqueda ingrata con posterior flechazo. "Sí, creo que tú eres el pueblo que estaba buscando. El pueblo de mi vida"
No creo mucho en la permanencia de los encuentros del verano, ni en la pasión que tiene mucha gente por esta estación. Es todo tan banal, tan insignificante, tan prescindible como esos cohetes de fiesta que a las nueve de la mañana nos despiertan de nuestro necesitado descanso solo para hacer ruido y anunciarnos que el pueblo están en fiestas. Maldita sea, ¿quién no lo sabe, si la orquesta pachanguera estuvo tocando hasta las 3 a.m.?
Tiempo frustrante, el tiempo anhelado del verano. Como uno de esos productos de teletienda que te prometen el paraíso terrenal comprando un pedazo de plástico por 40 euros.
El verano siempre ofrece menos de lo que promete, pero año a año, volvemos a caer en el mismo error de ilusionarnos con sus posibilidades.
¿Por qué?
Quizás por qué recordamos aquellos mitificados veranos de nuestra infancia ¿Pero realmente eran tan míticos o solo sobreviven en nuestro recuerdo por contraste con las absurdas esclavitudes escolares y familiares a las que se nos sometía durante el resto del año?
Ahora también me toca a mí. Me toca fantasear antes de darme el chasco. Quizás esta vez sea distinto. Quizás cansado de tantas loas y luego de haberle puesto en donde realmente se merece, decida sea propicio conmigo. Como veis, también yo puedo ser un iluso.