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La muerte adora posar en los viejos retratos de familia. Mientras los agitados parientes asienten nerviosos a las instrucciones del fotógrafo sin dejar de vigilar a sus dulces y sorprendidos vástagos recién almidonados, ella se desliza sigilosamente y ocupa su lugar al fondo de la escena. Pero enseguida se cansa, caprichosa y voluble, y salta como luciérnaga loca a los ojos del rollizo bebé, a las poderosas y matriarcales cejas de la abuela Concepción o a los labios secretamente sensuales, Dios la perdone, de la tía Hortensia. Casi nunca encuentra acomodo y en ese incesante y velocísimo zigzag le sorprende el clic del fotógrafo y sale retratada, multiplicada en mil poses diferentes y convertida en poderosa luz que emana del grupo familiar.
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