27 abril 2023

Así es como los derrotistas conquistarán el mundo

  • Fuimos la escisión, de la escisión, de la escisión, de la escisión, de la escisión. ¿Cuántas van?
  • Cinco
  • Vale, fuimos la quinta escisión de un movimiento político que deseaba unir a todas las fuerzas de progreso para acabar con la opresión y el despotismo de los de siempre.
  • Y quedamos los magufos.
  • Sí, a todos nos unía el afán de justicia, pero además a nosotros, en particular, nos chiflaban los programas de misterio que veíamos clandestinamente para no asustar a nuestros camaradas.
  • Y creamos la Furgo del Misterio. Porque éramos cinco y teníamos una furgoneta vieja. 
  • Como los de Scooby Doo pero sin perro.
  • Fue entonces cuando nos enteramos de las maniobras y manipulaciones del Doctor Krapp.
  • Ese ser siniestro era el responsable del clima reinante.
  • Desengaño, desilusión, desgana, desconcierto, desamor y otros cientos de palabras que comienzan por "des"
  • Despecho, desánimo, desesperanza... 
  • ¡Basta!, es suficiente. La gente decía "es que estoy de bajón y ya no me importa nada". Mentira, la culpa era del virus que el malvado doctor había creado y difundido desde su castillo-madriguera. 
  • Entonces decidimos ir a verle y ponerle en su sitio.
  • Vive en un lugar malvado. En un remoto lugar en los Alpes italianos. 
  • Escondido en un paisaje abrupto.  
  • Para llegar allí, tuvimos que bajar abismos infernales y subir por majestuosas montañas.
  • Te está quedando muy heroico, aunque la verdad es que la furgo no nos falló. 
  • No estábamos tranquilos. ¿Acaso había un diabólico laboratorio en el sótano o es todo el recinto una mansión embrujada y tramposa?
  • Debíamos estar preparadas para todo. 
  • No desfallecer. 
  • Podríamos encontrar monstruos por los tenebrosos pasillos cubiertos de telas de araña.
  • O incluso algún vampiro podría estar agazapado en un armario polvoriento dentro de algún dormitorio con cama gótica y pringoso dosel.
  • ¿Y qué haríamos cuando nos encontrásemos con el Doctor Krapp frente a frente?
  • ¿Le preguntaríamos por qué se instaló en un lugar tan apartado ¿Acaso le hacían un buen descuento en los billetes de avión?
  • No digas chorradas, haz el favor. Lo cierto es que el derrotismo es un problema serio que ha dejado a los ciudadanos indefensos.
  • ¡No podíamos permitir que nos derrotase!
  • Eso último está mejor. Cuando te esmeras, lo logras.
  • Aquel portalón solo estaba echado y no tuvimos que tocar la enorme aldaba con forma de culo de diablo. 
  • Entramos y avanzamos por los pasillos del castillo, iluminados por las linternas de los móviles que portábamos en nuestras manos. 
  • Ah, las viejas antorchas tan entrañables.
  • Las telarañas y el polvo se hacían cada vez más densos y los muebles y tapices que decoraban las paredes parecía que se desintegraban con nuestros propios pasos.
  • ¿Alguien sabe por qué el Doctor Krapp decidió montar semejante tinglado en un lugar tan insano?- preguntó nuestra compañera ecologista. 
  • Probablemente, porque es un lugar aislado y oscuro, perfecto para llevar a cabo sus experimentos malvados- le respondió el politólogo, siempre razonable.
  • ¿Pero no podría dedicarse a la ciencia pura, sin tan malas intenciones?- repuso nuestro compañero, el sociólogo positivista.
  • Quizás es un magufo como nosotros o esté falto de cariño. Puede que haya fabricado el virus para sentirse acompañado en su desgracia -repliqué yo mismo, el community manager, haciendo gala de mi frivolidad habitual.
  •  Todos reímos nerviosos ante tu broma, pero pronto nuestro humor se tornó sombrío. Casi nos sentíamos derrotados antes de intentar acabar con el virus derrotista del Doctor Krapp.
  • Entonces una puerta de madera maciza nos cerró el paso. ¿El laboratorio?
  • Enfocamos nuestras luces, respiramos hondo y la empujamos con determinación. 
  •  Una luz cegadora nos deslumbró. 
  • Cuando nuestros ojos se adaptaron, vimos al Doctor Krapp sentado en una silla giratoria, con una sonrisa malvada en su desdentado rostro.
  • ¡Bienvenidos a mi refugio! -exclamó con entusiasmo-. Me alegra ver que sois unos auténticos fisgones de Champions League. 
  • ¡Maldito! -gritó nuestro compañero de los movimientos sociales-. Venimos a acabar con tu virus. 
  • ¿Acabar con mi virus? -se rio el Doctor Krapp-. ¿No veis que ya está en todas partes y solo yo tengo el antídoto que lo cura? 
  • Debes soltarlo o sufrirás las consecuencias -le amenacé con mi cara de mala leche y con el Smith & Weston para reforzar mis argumentos.  
  •  ¿Pero si yo estoy dispuesto a contaros la verdad?-respondió con cinismo el maldito doctor-. Solo hay una fórmula: dejad de tomaros la vida tan en serio, reíros más, disfrutad de las pequeñas cosas, bailad bajo la lluvia, tomad un helado en pleno invierno. No hay nada más contagioso que la risa y la felicidad. Ahora debéis convencer a los millones de derrotados que cambien su modo de vida. ¿A qué esperáis? -la risotada casi le hizo caerse del sillón.
  •  Nos miramos unos a otros, sin saber muy bien qué decir. Tras un largo silencio, el tic en el ojo del Doctor Krapp se intensificó y empezó a reírse de nuevo a carcajadas. 
  •  ¡Ja, ja, ja! ¡Es broma, imbéciles! Las bobadas de autoayuda no sirven aquí. No hay cura para mi virus, lo he creado yo en venganza por lo que le habéis hecho a mis congéneres.
  • Nos quedamos boquiabiertos, incapaces de reaccionar. 
  • De repente, la bata blanca se transparentó como si estuviera expuesta a una sesión de rayos X y reveló su forma interior: debajo de la fea cabeza del Doctor Krapp había un cuerpo de pulpo. 
  •  Pero no os preocupéis -dijo con voz tétrica-. No os meteré en una olla, ni os comeré con patatas y pimentón como hacéis vosotros con los de mi especie. Os dejaré vivos para que sintáis vuestra derrota y la difundáis por el mundo a través de vuestros mugrientos tentáculos de comunicación. 
  • Y así acabó nuestra aventura en el castillo del Doctor Krapp, derrotados y sin saber muy bien cómo logramos salir de allí. Pero al menos teníamos una buena historia que contar a nuestros amigos de Internet en las redes sociales. A vosotros, jóvenes.
 

13 abril 2023

Nunca retrates el alma humana (Apuntes para una historia victoriana)


El 7 de Marzo de 1879, en la época gloriosa de la reina Victoria, apareció en el “Illustrated London News” un artículo firmado por Thomas Richard Stephens. El citado caballero, discípulo del pionero de la fotografía William H. Fox Talbot y miembro de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky, narraba como iban sus ensayos con un nuevo modelo de cámara fotográfica “que podría servir para retratar el alma humana”.

Pasó el tiempo y del invento e inventor poco más se supo. En los mentideros de Fleet Street se habló de que Stephens se había instalado en un palacete destartalado de Old Bond Street y que tras unos años de pura misantropía y quizás trastornado por algún extraño descubrimiento, había acabado sus días arruinado y alcohólico en un centro de acogida del Ejército de Salvación en el East End.


Fue en 1894 cuando Cornelius Adams, importante anticuario de Covent Garden, recibió un extraño paquete anónimo. Aparentemente, aquello parecía una vieja cámara semejante a las utilizadas 20 años atrás en los gabinetes de fotografía, pero de un tamaño desproporcionadamente pequeño y sin el acompañamiento de un trípode. Con todo, lo más curioso era el montón de cables negros que salían de su parte inferior. El aparato venía acompañado por un cuaderno de tapas doradas semejante a un breviario. 
Cornelius abrió la libreta y empezó a leer el texto. Aquel hombre devoto, miembro de la ilustrada minoría católica seguidora del Cardenal Newman, no pudo dejar de lanzar una maldición a la par que sentir un profundo escalofrío a medida que las líneas de aquel extraño manuscrito pasaban delante de sus ojos.

El reverendo John Ramsey saboreaba cada minuto de su presente tranquilidad en Cromwell Road. Una justa recompensa tras los sinsabores sufridos en su agitada vida pastoral. Después de dejar jirones de su piel entre los mineros de Newcastle o los estibadores de Cardiff había encontrado un oasis de calma burguesa en aquella pequeña parroquia del sur de Kensington
Ya habían pasado los tiempos de la furia anticatólica y aunque era muy consciente de que para sus vecinos no dejaba de ser una presencia religiosa que rebajaba el nivel del barrio, tampoco sentía a su alrededor aquella animadversión profunda que había encontrado entre sus paisanos de Londres cuando era un joven seminarista. 
Ni siquiera tenía necesidad de justificarse ante los viejos conocidos de otra épocas. 
Estaba seguro de si mismo. Había sido un sacerdote ejemplar en circunstancias excepcionales y ahora tenía derecho a su premio. 
Cornelius Adams era su amigo, parroquiano ejemplar y compañero de juego noche tras noche. Con él compartía largas veladas alrededor de una mesa de ajedrez. Hablaban reposadamante de teología pero también de política, arte o literatura. 
Rara vez de cuestiones personales. Eran unos perfectos caballeros.
Sin embargo aquella noche ...

Aquella noche todo fue diferente. Nunca había visto al anticuario en semejante estado. Ni siquiera cuando un grupo de belgas le había querido estafar con un falso escritorio estilo Chippendale. Su rostro demacrado reflejaba una gran tensión. Sus ojos oscuros desprendían llamaradas de pánico. Aquel hombre que llamó a su puerta a las diez y cuarto de la noche, llevaba un incendio oculto en su interior.


Dos manchas de ceniza con forma humana sobre el tapiz verde de Hyde Park. Apenas unos restos sombríos que en pocas horas el viento se encargará de esparcir hacia el cercano lago Serpentine.

El detective Barrow se ajusta el bombín, abrocha los botones de su gabán, pone las manos en sus bolsillos y observa como se despereza la ciudad dormida, más allá de las rejas, en los altos del Speaker Corner. Carruajes de reparto en Park Lane, landós particulares con la capota cubierta para combatir el rocío y el par de bobbies que le habían acompañado, alejándose velozmente en bicicleta del lugar del espanto. Nada más.
Sin duda será un hermoso día de abril. 
Sereno, claro y tibio. 
No, él no estará en condiciones de disfrutarlo.