El ruido mueve al mundo.
No me refiero a ese ruido que apabulla nuestros pabellones auditivos un día sí y otro también y que en realidad solo es un elemento más del ruido genérico e insidioso en el que transcurren nuestras vidas.
Hablo del ruido como espectáculo, como escenografía. El ruido de las apariencias, de las imágenes. El ruido que mistifica, aturde, asombra y somete.
El ruido que los grandes gallitos de la historia han usado a destajo para afianzarse en el palo del gallinero y cacarear a sus amedrantadas gallinas.
El ruido que explica las pirámides de Egipto, los zigurats mesopotámicos, los templos griegos o los arcos de triunfo romanos.
El ruido que hacía aún más serviles a aquellos pobres campesinos medievales que cuando salían de sus misérrimas chozas se abrumaban ante el espectáculo del poder. El poder convertido en arte y piedra: castillos e iglesias, palacios y catedrales. El poder que ha estado siempre asociado al espectáculo, al ruido.
Y la religión lo ha entendido como nadie. La religión que es en sí misma pura espiritualidad ruidosa.
¿Cómo no sentirse impactado por esa río rojo de cardenales entrando en ese arca fabulosa y sin igual, llamada Capilla Sixtina, para elegir un nuevo Papa?
¿Cómo no abrumarse ante esos miles y miles de musulmanes dando vueltas y vueltas alrededor de la kaaba?
¿Cómo no extasiarse ante la serena majestuosidad de los templos budistas?
El cine, el teatro, el circo, los Juegos Olímpicos, los desfiles militares o patrióticos etc..Todos los que han intentado magnetizado la mente humana con objeto de encauzarla hacia una emoción común y han intentado proyectar el sentimiento individual en pos de una emotividad colectiva se han inspirado en ese prodigioso invento llamado religión.
¿Alguien piensa que el cristianismo se difundió gracias a las enseñanzas de aquel hijo de carpintero nacido en Galilea? Suena bonito pero no es cierto.
En realidad si triunfó fue por una pura cuestión de marketing. Si llegó hasta nosotros fue gracias a un mago de las relaciones públicas que antepuso el ruido a las nueces.
Saulo de Tarso más conocido como Pablo, fue el Steve Jobs, el Bill Gates, el Amancio Ortega de aquella religión triunfante. El que convirtió aquellas mesiánicas ideas hijas del desierto, en un producto universalmente aceptable para la cultura grecorromana en boga.
Pablo es el creador del gran ruido cristiano. El mentor de la pompa y el boato. El auténtico padre del cristianismo.
¿Qué hubiera sido de la iglesia, en sus diferentes variantes y cismas, si hubiera seguido las enseñanzas de Jesús en vez del manual de instrucciones del hombre de Tarso?
La respuesta es simple: habría fracasado silenciosamente.
Nunca hubo lugar para una iglesia de los pobres, de los humillados de la tierra, de los ofendidos. Nunca hubo lugar para una espiritualidad íntima y personal sin desafiar los límites de la religión.
Las nueces de la espiritualidad individual nunca han podido acallar el ruido religioso y menos cuando ese ruido se ha ido convertido en un verdadero estruendo ceremonioso y arcaico.
Pero es bello y nos impresiona.
Es lo que se pretende y quizás también lo que se merece nuestra sumisa condición humana.
INCIPIT 1.524. BAD HOMBRE / POLA OLOIXARAC
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