25 octubre 2016

Nota suicida de un maldito de pega


El ídolo fue encontrado muerto por el madrugador jardinero en la piscina de su mansión. Reposaba bajo las aguas debajo de una muñeca de látex con rasgos asiáticos, a la que estaba enganchado por la parte de su cuerpo que más valoraba de si mismo, pretencioso hasta el final. 
 Había dejado una nota pobre e infantil. Una nota indigna y de una necedad insólita en un apóstol de la rebeldía y la contracultura. 
 ¿Tan poco aprecio tenía por si mismo? 
 ¿Tan poco aprecio tenía para los que lo habíamos convertido en nuestra voz, en nuestra conciencia, en nuestro machete para abrir un hueco a través de la selva de iniquidades en que se asfixia el mundo? 
Aquella mierda de nota, escueta y estúpida hasta la nausea, rebelaba hasta que punto aquel miserable nos había engañado a sus seguidores con sus ínfulas de poeta, sus letras desgarradas, sus modales rudos o sus respuestas corrosivas ante las simplezas de los reporteros que querían arrinconarlo para que soltase algún titular pasmoso. 
Aquel hipócrita mentiroso había jugado con nosotros. Mientras seguía alimentando las mitologías de la marginalidad y de la frontera, dando testimonio de un mundo cruel pero venerable, llevaba la vida de un orondo burgués en su mansión discreta y vigilada en una urbanización tan exclusiva que solo conocían los muy iniciados.
El muy desalmado no tenía empacho en aparecer en una vieja furgoneta cochambrosa en las contadas ocasiones en que se ofrecía a hacer una entrevista o ser objeto de algún reportaje vinculado a la publicación de un nuevo disco. En esas ocasiones, solía quedar en un apartado de la cafetería de un salón de baile a 50 o 60 kilómetros de su escondida residencia señorial. Venía con su gastada ropa vaquera y había tenido el gesto de no afeitarse desde 3 días atrás, para ganarse la complacencia de sus incondicionales. 
Disimulaba y al hacerlo nos mentía a todos. Debería haberse muerto joven, dándole sentido a su malditismo de manual,  pero acabó convertido en un pérfido sesentón repitiendo personaje y tics mil veces ensayados y probados para garantizarse la benevolencia de nuevos y  viejos mitómanos incautos.
Era un comemierda sí, pero le podríamos perdonar cualquier cosa si no fuera por esa repugnante nota suicida escrita a bolígrafo y dejada como al azar encima de una tumbona.
¿Quién coño se creía que era para escribirnos ésto?

"Lo siento pero no soy lo que vosotros queréis que sea. 
Joderos por vuestro fracaso
Hasta siempre, cabrones"

(Aviso para los navegantes en estas aguas, el personaje real que me ha inspirado esta historia no ha ganado el premio Nobel y sigue vivo y reluciente para satisfacción de todos. No le deseo ningún mal y solo me he inspirado en un pequeño detalle de su peculiar trayectoria vital. Desconozco sus costumbres sexuales. Gracias por perder el tiempo leyéndome)

14 octubre 2016

¿Dónde se esconden los libros en esta hora ruidosa?

  
(Kaskarilleira Existencial 35)

Lo dejé tendido en la hierba junto al estanque de la Plaza de España, enfrente mismo del monumento a Miguel de Cervantes, con el Quijote y Sancho debajo, que se empezó a construir el mismo año de su muerte. El susto al despertarse iba a ser mayúsculo pero al menos podría agarrase a las imágenes familiares que tenía delante.

Lo había traído desde 1919 en mi contenedor de basura transtemporal del que ya os he hablado en alguna ocasión. (Aquí tenéis la primera). No me costó mucho sacarlo de allí, vivía en un piso de artesano modesto y no tenía guardaespaldas que le protegiesen de un tipo taimado y bien armado como yo. Un poco de cloroformo, un saco adecuado y directo al contenedor. 

Despertó a eso de las 8 y se libró por los pelos de ser pillado por una patrulla de Policía Municipal poco amiga de mendigos con vetustas vestimentas. Tanteó el suelo y se encontró con el bocata de jamón, el termo de café y el folleto, o si queréis manual de instrucciones, donde le explicaba el motivo de su sorprendente viaje al futuro. Sacó las lentes y leyó todo aquello mientras  yo lo observaba desde la webcam de la plaza debidamente modificada para ofrecerme un mejor servicio. Todavía no era tiempo de usar la cámara que había colocado en la solapa izquierda de su chaqueta pero aún en la distancia pude observar como observaba el plano de Madrid atentamente. No tendría problema para acercarse a la calle. Empezaba en la misma plaza junto al Parque del Oeste y el Templo de Debod, aquel monumento egipcio que sustituyó al célebre Cuartel de la Montaña donde  se atrincheraron los rebeldes fascistas al comienzo de la Guerra Civil.

Se levantó de la hierba con esfuerzo, guardó las gafas y  pesadamente se dirigió hacia al sur de la plaza envuelta ya por las oleadas del tráfico matutino. Fue entonces cuando conecté la cámara de la chaqueta para ver sin intervenir,  lo que el destino, con mi inestimable colaboración, le había reservado a aquel hombre avejentado por una salud precaria.

Ni reconocimientos, ni sustos, ni autógrafos interrumpieron el paso del caminante hacia su meta. Nadie se fijó en él, nadie le dignificó con la inspección de una mirada extrañada.  En Madrid ya no hay tiempo para esas cosas.

El número 70 de la calle Ferraz apareció ante él. Un  edificio señorial y solemne escoltado por un gran árbol. Un letrero rojo con el nombre del partido y el dibujo simplificado y geométrico de una mano apretando una rosa. 
"¿Ese era el nuevo símbolo del partido?" se debía preguntar el fundador.
"¿Que habían hecho del yunque, el tintero, el libro y la pluma?"
"¿Ya no hay yunques donde se forjen  los metales y con ellos los cuerpos y las almas?"
"¿Ya nadie escribe nada que pueda ser honrado por un tintero y la vieja pluma?"
"¿Dónde se esconden los libros en esta hora ruidosa?"


CONTINUARÁ...

O NO.